-Es la hora del mono.
El sol no se había movido. Quieto en el cénit, parecía una lámpara sin fin, como el castigo de un cíclope.
-¿La hora qué…?
-Son las tres. Y yo soy el chambelán de Hiraku. El resplandor sin tacha.
Hizo un gesto hacia lo alto, sin mirar. Sus rasgos, tallados suavemente en un rostro sin arrugas, se endurecieron.
-Prefiero la del mono. Por la noche la luna humedece el rocío.
-¡Y agosta la semilla! -respondió, con la espada en la mano.
Se enzarzaron en un duelo a muerte. Pero no estaba escrita sangre en el aire en ese momento para ninguno de los combatientes.
¡Detenéos!
A la voz del Ministro Fu siguió, de inmediato, el gong del poder, la llave que cede el emperador para que con ella se abra el mundo.
-Dos pájaros luchando por la misma ala. Dos árboles que desean la misma rama… -El Ministro había sacado su mano de la manga, y trazaba en el aire los signos de la ira. Como el látigo que golpea la pareja de bueyes para hacer salir el carro de la hondonada.
-¡Sólo existe el cambio! La hierba ha madurado, y su verde claro es ahora un tallo de oro. ¡Marchad! Y si la brisa y el tiempo no se llevan vuestro furor, que al menos se lleve el deseo.
Y así fue cómo se perdieron los dos pretendientes de la princesa, y el corazón de su padre se llenó de zozobra. Porque si alguien muere o quiere matar para poseer, lo que adquiere tiembla, y necesita ya para siempre la fuerza, como los brotes del bambú precisan el arroyo.
Pero no era él precisamente modelo de paz. Ni le bastaba contemplar la primavera o escuchar el canto de la cigarra para adquirirla.
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