NOX
Aquella noche M. decidió dejarla dormida en el sofá, hecho ya a la medida de su cuerpo. La primera media hora fue como toda una noche, despertó espontáneamente, descansado y feliz. Luego se desveló, y algo le dijo que ya tenía bastante. Ella seguía en su refugio, la cabeza en uno de los anchos brazos de piel marfileña, reposando al otro extremo, lecho de Procusto, los pies sonriendo a medio vestir de blancos calcetines de algodón. A través de las paredes reían los vecinos, que eran extraños y rubios, ruidosos y felices como cerraduras viejas que se abren con unas gotas de amor, ese aceite desolado, óxido inerte. Una música de viernes, la aguda trompeta de un ciego, revestía la noche, que cantaba. Se había fundido otra vez la bombilla del rincón, así que al menos una lámpara estaba cumpliendo su destino.
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